Epidemia de sordos

Por qué ya no nos oímos, y qué exige volver a escuchar

En artículos pasados, me di a la tarea de nombrar lo que sucedía tanto en mi entorno universitario, como en mi cabeza. Hoy, la situación es diferente: estoy de visita veraniega en Xalapa, rodeado de vegetación, comida genial y buenas personas. 

He de enfatizar, primero que nada, las grandes virtudes de vivir rodeado de silencio bueno. Ese que abre espacio a la posibilidad, silencia las voces inarticuladas y solo admite lo verdadero. Es tristísimo reconocerlo, pero la universidad no hizo eso por mí. De dicho contraste, extraigo algunas reflexiones que compartiré a continuación.

Ya desde hace un tiempo, el internet ha popularizado el término “woke” no sólo como estandarte político, sino como etiqueta de consuelo para quienes confunden lucidez con sufrimiento. Siempre he visto grandes problemas en su semántica. Me detona preguntas como, por ejemplo, ¿qué tan perdido estás para pensar que “dormir” es la condición humana? O, por otra parte… ¿cuánto peyote tomó percibirte como excepción, y miembro honorable del club de los mesías modernos?

Para mí, la figura de sordera funciona mucho mejor. Verán: más allá de lo esencial, nosotros no tenemos naturaleza. No somos buenos, ni malos, sólo nacemos donde nos tocó, cuando nos tocó. En términos actuales, esto último significa habitar un mundo diseñado para sordearte a muchísimas cosas – a la opinión ajena bien estructurada, a la sustancia tras la forma, y a la posibilidad del estancamiento moral propio. Entonces, el blindaje más obvio ante la epidemia de sordera, que afecta tanto a ricos como a pobres, a tontos como a listos, es lo primero de mi planteamiento: tu cuna. El buen actuar, muchas veces, es transmitido de padres a hijos como una colección de hallazgos atemporales sobre el mundo. Por eso es dicho que en familias donde lo hay, el poder no se hereda – se hereda la forma de leerlo.

El tema es que son pocos quienes disfrutan de este blindaje. Lo que queda, en el caso de estar desprotegido, es responder preguntas duras hasta dejar de vivir acobardado. La dificultad de ello es universal, incluso para los blindados… aquello que la exacerba, es la materialidad inadecuada – malos padres, precariedad estructural, desorden como modo de vida, sin mencionar la crisis global. Suena jodido, lo que basta para tener compasión con los sordos más desafortunados, pero nunca indulgencia con aventajados de orejas cobardes… no solo por lo que eligen permitir, también por su propio beneficio. El saber muere con la inacción, y de ahí nace la ignorancia, siempre acompañada de podredumbre.

No hablo desde ningún pedestal, hablo desde una claridad que se reconoce a sí misma como limitada. Tras formular esto, me obligué a confrontar mis propias cobardías: ¿Por qué callar tanto? ¿Por qué no liderar si se tiene la capacidad? Parte mía se justifica – sin falta de razón – con que no vale la pena administrar ruinas. Otra, piensa en si alguna vez las cosas fueron diferentes… vaya, más capaces de sostener una verdad que nunca cedí. Aunque sigo sin respuesta, si sé que no estuve totalmente solo en este trayecto. 

¿Qué ha de suceder para que la compañía real sea más que una bonita coincidencia? ¿Qué condiciones favorecen al liderazgo con sentido? ¿Debo tener suerte circunstancial, construirlas yo mismo, o las dos al mismo tiempo? No tengo ni idea. Eso me ocuparé de responder la segunda mitad de este año.

Nos leemos cuando haya más respuestas. O al menos, mejores preguntas.