Me preguntaba la otra vez, como increpando a mi adolescente edgy interior: “Bueno… y tú, ¿en qué crees?”. Hubiera resultado comodísimo responder “Dios”, pero la verdad tengo algunas reservas. Estas son dignas de un honesto admirador de la espiritualidad, que creció entre personas más aferradas a la religión que a sí mismas.
No caber en el molde inicial propuesto me hizo gravitar hacia otras posturas. Extraño… porque nunca abandoné mi forma, ni el porte que se consideraba correcto. En la vida me he sentido alguien alternativo – mi desencanto con la idea de “niño católico bien”, se asemejó más a la retirada física de un ranchero con hambre y conciencia de ciudad. Ahí fue mi primer encuentro con algo que denominaremos “el mall de ideas”.
Responde, en esencia, a un sistema jerárquico, frío, absolutamente deshumanizado, prestamista de identidades hacia los que cometen el error de buscarlas. Por él, muchos de quienes abandonan ranchitos como el mío terminan diferentes en forma, aunque iguales en fondo. Adoptan nociones de “liberación y apertura”, como católico desencantado recién converso al mormonismo. Padrísimo ya no ser cerrado de mente, pero cuál diezmo, ahora se te demanda sensibilidad absoluta – hasta con el anónimo que deja ñordos humanos en tu alfombra los últimos jueves de cada mes. Criticar a los misioneros del Semper Altius local ayuda, los conozcas o no.
El dogma, como concepto, no es lo mío. No por contrariedad, ni altivez, si no por algo ineludible: no sirve para crecer, sirve para embellecer lo roto. Peor aún, para parar la producción del 5000 No Más Clavos hasta nuevo aviso de gerencia.
He pasado mucho tiempo haciendo auditorías emocionales de mis alrededores. En toda sinceridad, nunca arrojaron algo remotamente parecido a un hogar – al menos no como el que me vio crecer. Las “auditorías” llegaron a ser estimulantes, más nunca me ayudaron a saber cómo quedarme. No en el fango general, si no en aquellos pedazos limpios de tierra que supe fértiles desde el inicio.
Escribo esto en vísperas de cambiar de entorno para siempre. El actual, para variar, nunca me convenció… pero no me quiero ir enojado, ni cínico. Quiero irme como un fiel creyente de la verdad. O más preciso: de la capacidad humana para portarla, compartirla y honrarla. Verdad es todo lo que sigue haciendo presencia, sea ignorado o no. Es lo atemporal, lo crudo, lo inevitable – “Dios”, le dicen los católicos más lúcidos, a quienes sinceramente me quiero parecer.
Estoy bien, aunque muy, muy, muuuuuuuuy cansado. Si tuviera que pedirle algo a lo que sea, sería soltura para dejarme llevar por lo que ya sé. Por parte mía, seguiré procurándome – hacerlo es bastante similar a rentar un departamento. Checas Inmuebles24 a diario, anotas todo lo valioso, concretas poco a poco, y jamás terminas.
Hasta ahora, la única constante en mi es que me voy. Algún día eso cambiará.
Con esto me despido de todo lo que ya no estará.