Nunca he sido protagonista en la historia que cuentan todos.
Las aulas de una escuela de monjas me vieron crecer. Como quienes me antecedieron ya eran “alguien”, tuve un lugar inmediato dentro de ese entorno. Ni pequeño ni grande – mi familia se enfocaba casi exclusivamente en la autenticidad, y no en construir un estatus. Mamá no era de las vocales, papá no era de diezmos grandes. Escuchar “Thomas Godos” significó nada para la mayoría… excepto que, para unos pocos, el caso fue lo contrario. Y eso hizo toda la diferencia.
Para quienes me veían, evocaba trayectoria. Sobre todo, recordaba a mi estirpe materna, pues ya llevaban tiempo con visibilidad relativa en la ciudad. Pero también inspiré ambigüedad.
Ambigüedad porque mis padres nunca fueron adeptos a seguir la cuadradez del lugar, el cuál les impuso esa expectativa desde temprano. Y porque, como ellos mismos, yo nunca me molesté en buscar pertenencia. Seguí el mantra familiar, aparentemente formulado al menos cuatro generaciones atrás: “zapatero a sus zapatos”. Das, recibes, punto.
El tiempo pasó. El orden social se evaporó, hormonas llegaron, relaciones se fueron. La escuela no estaba diseñada para potenciar lo que yo daba, entonces “recibir” pasó de ser una parte del trato, a ser un concepto risible: lo único que “recibiría” de ahí sería más ambigüedad gratuita, más pérdida de identidad, y más enactments patéticos de Amarte Duele por parte de mis compañeritos (no voy a desarrollar). Era tiempo de un cambio.
Mi nueva escuela fue socialmente más exigente. Los matices de mi crianza me permitieron encajar desde un inicio sin pedir permiso – aquellos códigos culturales que para muchos constituían una barrera incluso más grande que un filtro económico, me resultaron facilísimos. Jugué con ellos, me entretuve, continué teniéndole miedo a las niñas y reconstruí mi identidad para hacer honor a la esencia con la que crecí – la misma que hizo de mis padres lo que son, así como la que permitió a mis antecesores dejar algo que los trascendiera.
Escuela uno sentó las bases, escuela dos se encargó tanto de pulirme como de protegerme. Pero ninguna me tuvo como centro – nunca fui líder, ni objeto de admiración general. Incluso en algún momento breve de mi secundaria, igual de oscuro que de personal, mis barreras sociales se desdibujaron debido a lo que definiría como una gravísima falla estructural en mi escuelirijilla.
Lo que me parece impactante es la absoluta irrelevancia actual de todo esto, a pesar del innegable impacto emocional que tuvo sobre mí conforme crecía. Últimamente, me he reencontrado con compañeros de etapas y estatus variados, para descubrir que cada uno de nosotros está lidiando con lo mismo: progresar usando herramientas sólidas heredadas, mientras desechamos taladros de origami creados bajo la ingenua noción de que popularidad adolescente equivaldría a propósito adulto.
Antes, solía ver mi cambio de secundaria a prepa como un ascenso social inesperado… ¿y cómo no? De “teto de escuela religiosa” a “CTO (teto) ocasional del clasismo” hay un gran trecho. Hoy, solo veo taladros antiguos actuando a través de mí, pues las circunstancias nunca me exigieron aprender papiroflexia. Eso me hace concluir que no importa ser un extra en la historia más contada, si a los encargados de relatarla les cuesta distinguir entre acero y papel.
Quiero que este artículo sirva para que mis lectores identifiquen la narrativa impuesta en sus vidas, la cuál puede seguir pesando después de la escuela si se es demasiado pasivo. Enriquecer la propia, bajo los términos que se prefieran, es una de las declaraciones de autonomía más poderosas que se me pueden ocurrir. Dicho todo me despido, medio trasnochado pero en paz.