Corría el año de 1833 cuando el primero de varios barcos llegó. Ya habían hecho otros intentos desde Francia de colonizar una selva virgen en Veracruz, pero ninguno tuvo éxito. El más reciente dejó un escandaloso saldo de muertos: solo el 10% de los inmigrantes sobrevivieron. Nunca he escuchado nada bueno de Coatzacoalcos, y francamente no tengo intenciones de conocer esa parte de mi estado natal. No parece ser un lugar amigable – hay un alarmante índice de inseguridad y el calor es, según mi papá, insoportable. Ahora imagínense como era hace más de 150 años, y la clase de recibimiento que dio a una tanda de francesitos que pensaban instaurarse como profesionistas en una nueva tierra de oportunidades.
Yacinthe Dupieux, un integrante de este escaso percentil de sobrevivientes, formaría parte de los primeros habitantes de la nueva colonia. El atestiguó de primera mano la caída de su comuna inicial en México y el advenimiento de una nueva, ahora situada en la cuenca baja del Río Bobos. Los primeros años fueron el infierno en vida. Gran parte de los habitantes iniciales, cuyo legado sobrevive en apellidos como Theurel y Stivalet, hizo lo imposible sólo por sobrevivir. Habitar en Jicaltepec, nombre inicial de esta nueva comunidad franco-mexicana, era diez veces peor que vivir al día bajo estándares actuales, pues la legalidad de sus terrenos era por lo menos ambigua. Habrían de pasar varias décadas para que el cultivo de vainilla comenzara a levantar un poco la situación, y para que consiguieran que el gobierno los dejara en paz. Sumando esto a la presencia de caciques regionales con objetivos diametralmente opuestos a los de los franceses, podríamos fácilmente argumentar que nos encontramos frente a una de las historias de inmigración en México más singulares que cualquier persona podría conocer. Seré franco y vulgar: no tengo ni la menor idea de cómo fue que no se murieron. He ahí el principal objeto de fascinación.
En 1856, cuando se comenzaba a vislumbrar algo de estabilidad, Nicolas Thomas y Françoise Franois abordaron el barco Amélie para integrarse a la ahora semi-próspera colonia de Jicaltepec. Sus primeros años en México no estuvieron tan mal. No fue hasta 1862 que se comenzaron a enfrentar a la naturaleza volátil y brutal de su nuevo entorno – Marie Thomas, mi tía-trastatarabuela de entonces dos años de edad, murió de fiebre amarilla. Había una epidemia horrible de esta enfermedad en toda la región, que se ocupó de azotar durante varias décadas más la calidad de vida de su aún precaria población. El viejo Nicolás murió aproximadamente diez años después por lo mismo.
Del núcleo familiar inicial, sólo tres llegaron al nuevo siglo: la viuda Francisca Franois, y sus hijos Teresa y Abel. De ahí… se pone enredada la cosa. Seré breve para llegar al punto. Teresa Thomas fundaría el clan Cagnant, teniendo una descendencia increíblemente numerosa. En cuanto a Abel, éste fungiría como el patriarca de la familia Thomas-Romagnoli. Tres hermanos producto de este matrimonio se identificaron en su adultez intermedia bajo la razón social de Thomas y Hermanos, cuyo principal propósito fue la compra y venta de ganado cebú. Viendo un futuro brillante delante suyo tras haber crecido escuchando (y viviendo) historias de absoluta tragedia, se ocuparon en generar dinero para los suyos. No les fue mal.
Sin embargo, la tragedia lógicamente seguiría persiguiendo a la descendencia de estos tres. Quizás ya no lo haría en su forma más cruel y palpable, pero sí en una presentación más indirecta, manifestándose en vicios de carácter heredados de generación en generación. Silenciosamente, estas historias moldearon la forma en la que se constituyó el mundo interno de gran parte de los ahora portadores del apellido Thomas. Dicho todo esto, creo pertinente concluir remarcando dos nociones de gran utilidad que se pueden sacar de tanta desgracia. Su funcionalidad es independiente de si seamos parientes o no, por si te preocupaba que este texto terminara con un nefasto ejercicio de proyección personal. Quizás, si tuviera que ponerle un disclaimer, diría que están escritas con un lector privilegiado en mente. Prefiero ser cruel a ser deshonesto.
- Desconocer la historia de tu familia no te blinda de los efectos negativos que sus implicaciones puedan tener sobre ti. Nadie se puede dar el lujo de decir que en verdad no piensa en el pasado, a pesar de que el evitar analizarlo a toda costa sea un “consejo” unánimemente aceptado entre gente que no sabe de lo que está hablando. Pero esto no es necesariamente malo, porque si es que existe una manera legítima de liberarte de condicionantes anteriores, definitivamente involucraría un entendimiento decente de aquello que hizo que tus antecesores actuaran de la manera en la que actuaron.
- Entre más dificultades encuentres en la vida de tus ancestros, más valorarás la situación en la que estás actualmente. Comprender que existieron personas que sacrificaron todo en nombre de tu bienestar puede tener un efecto positivo sobre la vitalidad con la que te conduces, pues el honrar su memoria deja de ser un deseo para convertirse en una muy saludable necesidad. Eso, añadiéndole el conocer casos de personas realizadas con orígenes similares a los tuyos, es todo lo que necesitas para morir felizmente en el intento de allanar el terreno económico de tu familia directa. O, si tienes suerte, para lograrlo de sobra.